
Uno, dos, tres, cuatro... se suceden como una metralla nerviosa. Breves. Tibios. Diez, once, doce... el cuerpo todavía sonríe, el alma aún late. La caricia es una sola pero se prolonga, y a su paso repite sensaciones apenas pasadas... como mirar la propia sombra, que sigue estando allí al apagarse la luz.
Veinticinco... ventiseis. El tiempo se aletarga: se pone a tono de los amantes. Es un paréntesis, un páramo, el corazón del tornado. Nada se mueve excepto los ojos, buscando complicidad para un nuevo beso. Veintisiete. Y otra vez los dientes -ahora propios- mordiendo el labio. "¿Cómo te convencí de llegar hasta acá?".
Cuarenta y dos. ¡Qué grande sería esta cama sin vos! Pienso al dar la vuelta y observar ese mar picado de sábanas revueltas que me separa de la otra orilla. Luego los ojos en el cielo raso y tu voz como un GPS que me indica otra vez el camino correcto: cuarenta y tres. "¿Dónde fuiste?". Lejos: al otro lado de la cama.
"¿Dormís?". No... solo disfruto tus caricias. Setenta y uno. Casi todo es quietud. Nada ocurre. No en el espacio seguro de sus brazos. No en la trinchera calma de sus piernas. Te sentís en paz con vos... setenta y dos. Y sos feliz.
"¿Qué hora es?". Son las... noventa y cinco. "¿Qué día es hoy?" Noventa y seis. Del suspiro al bostezo disimulado. Del bostezo a la pregunta. "¿Cuánto falta para la próxima vez?" Noventa y siete. Dormí. Noventa y ocho. "Ojalá sueñe con vos". Seguro: voy a estar al lado tuyo. Noventa y nueve.
Tu cabeza en mi hombro, mi mano en tu cintura y la tuya en mi pecho. Cerrás los ojos y sonreís satisfecha mientras caes dormida. "¿Cómo te convencí de llegar hasta acá?". La respuesta tampoco está en el cielo raso, que de apoco se oscurece... hasta quedar... Cien.